domingo, 23 de marzo de 2014

Vivimos en una época extraordinaria. Son tiempos de cambios pasmosos en la organización social, el bienestar económico, los preceptos morales y éticos, las perspectivas filosóficas y religiosas y el conocimiento que tiene el hombre de sí mismo, así como en la comprensión de este inmenso universo que nos acoge como grano de arena dentro de un océano cósmico. Desde que el hombre es hombre se ha venido interrogando acerca de una serie de cuestiones profundas y fundamentales, que nos evocan maravillas y, cuando menos, estimulan un conocimiento provisional y dubitativo. Son preguntas sobre los orígenes de la conciencia, la vida sobre nuestro planeta, los primeros tiempos de la tierra, la formación del sol, la posibilidad de que existan seres inteligentes en alguna otra parte de la inmensidad celeste. Y la más ambiciosa e inquietante de todas, ¿cuál es el origen, naturaleza y destino último del universo? Excepto en las más recientes fases de la historia humana, todos estos temas habían sido competencia exclusiva de filósofos y poetas, chamanes y teólogos. La diversidad y mutua contradicción entre las respuestas ofrecidas ya era claro indicio de que muy pocas de las soluciones propuestas podían ser correctas. Pero hoy, como resultado del conocimiento tan penosamente arrancado a la naturaleza a través de generaciones dedicadas a pensar, observar y experimentar cuidadosamente, estamos a punto de vislumbrar unas respuestas aproximadas a muchas de ellas. (Carl Sagan, "El cerebro de Broca", 1979)